09 noviembre 2008

UN CUENTO

Me pidieron que escribiera algo para la feria de Peñarroya.Se me ocurrió este cuento.

SE VENDE

Tantas horas de autocar se le estaban haciendo interminables. Veía Peñarroya a través del cristal del autocar en el que a propósito se había sentado en la primera fila. Se bajó el primero, no esperó a que abrieran la puerta del maletero, lo hizo el mismo. Cogió la maleta y rápidamente de dirigió al hotel. Sabía donde estaba, lo había visto en el plano que se bajó de internet.

A la persona que lo recibió no le dedicó nada más que monosílabos. Los pocos minutos que llevaba en su pueblo le hacían más daño que los cincuenta años que habían pasado desde que, con sólo diez, emigró junto a sus padres. Subió a la habitación, sin soltar la llave dejó la maleta y volvió a cerrar de un portazo para salir del hotel y volver a las calles del pueblo en las que pasó su más tierna infancia.

En todo su caminar no dejó de mirar a El Peñón. Era como lo recordaba, tan majestuoso, tal vez algo más pequeño, pero igual de impresionante. Al entrar en las primeras calles de Peñarroya lo miraba todo detenidamente y por momentos, cerraba los ojos para que se le aparecieran las imágenes que tantas veces había recordado. Todo estaba igual y a la vez, ¡tan diferente¡

Sabía que se acercaba a la calle en la que vivió con sus padres. Ya había pasado justo delante de la de sus abuelos. Apenas la había reconocido, tal vez por que el bullicio de la gente que empezaba a disfrutar de la feria lo había distraído. En la esquina de la calle necesitó parar un momento. No era por el cansancio, estaba acostumbrado a andar tanto o más que esa tarde. Quería recordar.

Recordó el día que se marchó de Peñarroya y los primeros años en esa gran ciudad tan lejana. Recordó su juventud, su matrimonio fallido, la muerte de sus padres y los años de trabajo en aquella fábrica. No supo porqué también se le vino a la mente sus días de sindicalista y los que estuvo encerrado por rojo.

Respiró y se acercó a la que había sido la casa de sus padres, “su Casa”. Lo hizo por la acera de enfrente, para poder verla mejor a la vez que se aproximaba. Ahí estaba. Cincuenta años después estaba igual que él la recordaba. Le hizo muchas fotos con su cámara digital. Fotos de toda ella y de sus detallas, incluso a un cartel naranja en el que se leía SE VENDE y un número de teléfono.

Tras muchas fotos y muchos minutos volvió a andar recorriendo las calles. Sabía por donde iba, conocía esas calles y donde le llevarían. Al poco rato estaba dentro de aquella ermita en la que tantas veces vio rezar a su madre. Hacía tantos años que no pisaba una iglesia, que le sorprendió verse allí dentro. ¡Él, que siempre había sido ateo, dentro de una ermita y delante de la Virgen del Rosario!. No sabía qué hacer. Como pudo, y saltándose muchas palabras, intentó recordar el Ave María que había oído a su madre. Antes de marcharse hizo una foto a la patrona de su pueblo, aunque instantáneamente pensó en borrarla. No lo hizo.

Salió de la pequeña iglesia observando, con vergüenza, si alguien había visto lo que había hecho. Volvió sobre sus pasos para regresar al hotel. El día siguiente disfrutó de la feria paseando calle arriba y calle abajo. Pasó todo el día en Peñarroya, ya de noche se despidió de todo lo que con total seguridad ya no volvería a ver. Tenía que volver a la gran y lejana ciudad para que un medico le dijera como había avanzado su enfermedad.

Ese lunes le pareció más triste que los demás. El fin de semana del viaje le había cansado, pero había cumplido su sueño de volver, aunque por sólo dos días fuera. Esperaba una apocalíptica noticia de su médico y sin embargo se llevó la mayor sorpresas de su vida. Todo había sido un error. Eso le dijo aquel desagradable hombre de bata blanca y pijama verde. Estaba completamente sano.

Volvió a casa sin pronunciar ni una palabra en más de una hora de camino en metro y a pié. Abrió la puerta y cerro de un portazo. Se sentó delante del ordenador. Imprimió aquella foto de la Virgen del Rosario que no había llegado a borrar. Dobló el trozo de papel y lo metió en su cartera. De otra foto copió el teléfono que aparecía en el cartel que colgaba de su casa de Peñarroya , y al que sin pensarlo dos veces llamó. Tras una breve conversación, diseñó y mandó imprimir un cartel que rápidamente colocó en la ventana que daba a la calle. Ponía SE VENDE.


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